No era yo

Foto de Olaya Pazos

Llevaba toda la vida tratando de componer una personalidad que había de ser proyectada a los demás exactamente tal y como pretendía, sin que mediara distancia alguna entre lo que yo quería mostrar y lo que ellos debían percibir.

Había construido la figura de un hombre culto, educado y respetado, edificado sobre los cimientos de una excelsa formación académica, las buenas relaciones con los otros profesores de la universidad, la ejemplar vida familiar –mi mujer era profesora titular en otra facultad, las niñas triunfaban en las olimpiadas matemáticas, en las obras teatrales escolares, en el equipo de voleibol o lo que fuera–, la asidua colaboración con distintas organizaciones no gubernamentales, el reconocimiento de la comunidad, sin saber qué englobaba aquella palabra.

Y todo seguía así, asentado en la simetría entre lo que uno quiere ser y los demás quieren que sea hasta que, esperando por el ascensor en aquel centro cultural al que había acudido a presentar el libro de un colega de departamento, vi mi sombra recortada en la pared del piso superior, como si me mirara desde allí, de pie sobre el tiro de escaleras. ¿Ya estaba ahí? ¿Ya había llegado arriba? No, lo que estaba allí, aquello que me miraba y perseguía no era yo, sino mi sombra, la proyección errónea de mi persona que se estampaba contra la pared en lugar de salir por la ventana arcada que veía en la parte superior, allá donde ya no podría llegar nunca porque nadie estaba preparado a mi alrededor, ni siquiera yo mismo, para asumir que podría conseguir algo que nunca había deseado: la libertad, esa ventana por donde se se fugan las sombras.





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