Después de eso, nada.

Foto de Olaya Pazos
Había leído libros, visto documentales, visitado exposiciones, entrevistado a los especialistas en la materia. Durante ese tiempo no había hecho más que encerrarme en su obra hasta convertirme en uno de sus dibujos, un rostro punteado que frunce el ceño y grita en silencio.

Lichtenstein había comenzado siendo una pasión, había llegado a obsesionarme y, de un modo natural, como una manzana que se pudre en el frutero, se había convertido en un trabajo pesado y anodino.

Ya llegaba el final y decidí acercarme para ver por última vez la escultura que presidía el museo. Sabía que, en cuanto entregara la tesis, todo habría terminado. Pudiera ser que su efecto se dilatara unos meses: alguna conferencia en la universidad, quizás un par de entrevistas en la radio o la publicación de un artículo en una revista especializada.

Después de eso, nada.

Deseaba que esa nada llegara, poder dejar atrás aquello, salir de allí, alejarme de aquel muchacho que siete años atrás había emprendido una aventura en la que ya no había riesgo ni pasión, tan solo la sensación de caminar, lastrado por una pesada mochila en la espalda, hacia adelante.

Contemplaba la escultura cuando, desenfocado en el fondo de mi mirada, lo vi pasar. Distinguí su amplia zancada, la decisión con la que iba de un lado a otro, siempre con prisa, siempre sin tiempo para dar explicaciones, para compartir.

Atravesó aquel patio en el que las claraboyas del techo colaban el sol del mediodía y entró. Fui tras él y lo seguí por cada estancia, vi cómo observaba la exposición temporal y la permanente, cómo tomaba notas en una libreta que nunca le había visto, cómo se sentaba en los bancos de madera para contemplar lo que llamaba su atención.

Tres horas más tarde salió del museo y lo seguí por la calle hasta que entró en el portal de su bufete.

Esperé un rato y lo llamé. Quedamos para cenar.

Me preguntó por la tesis y le conté que estaba a punto de terminarla con la ilusión que siempre mostraba ante los demás. No me costaba demasiado mostrarme eufórico, no mentía, tan solo había llegado a creerme ese personaje que seguía entusiasmado con lo que hacía. No dije que había estado en el museo esa mañana y tampoco él lo mencionó cuando me contó su jornada: un juicio, varias reuniones, una comida de trabajo, lo habitual.

Cuando salimos del restaurante la calle estaba desierta. Nos dimos dos besos y lo vi irse con las manos en los bolsillos. Me pareció que su amplia zancada, su decisión, se había evaporado. Supuse que echaba de menos a mi madre, aunque nunca me lo dijo.

Una semana después entregué la tesis. Me hicieron alguna entrevista en la radio, publiqué un artículo en una revista especializada, no di ninguna conferencia en la universidad.

Desde entonces trabajo en una multinacional del sector del bricolaje.

Supongo que él siguió visitando museos a escondidas, tratando de comprenderme, algo que yo nunca he conseguido.




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