Foto de Olaya Pazos |
De niño pensaba que las noches eran en todas partes tan naranjas como aquí, como en esta avenida de la ciudad en la que, entre árboles desnudos y bajo nubes acolchadas, en un quiosco pintado de verde, pasó la vida mi padre.
Solía sentarme a hacer los deberes en un banco al otro lado del paseo a la espera de la hora del cierre y lo observaba sumido en aquel universo de papel conformado por los periódicos del día, las revistas semanales y montones de libros de viejo apiñados en los rincones ávidos de los lectores que nunca llegarían a tener.
Para mi padre, el mundo se reducía entonces a ese pedazo de calle por la que transitaba la vida, esa existencia compuesta de algunos clientes habituales, otros esporádicos y la gente que pasaba de largo, cruzaba con él una mirada fugaz y, al instante, lo olvidaba. Aquella era su ventana y ese era su paisaje: el rostro abotargado por el frío de una elegante mujer que se llevaba la prensa económica o la mirada torva de un profesor de instituto jubilado que hojeaba novelas que nunca se decidía a comprar.
Extendido ante él estaba ese mundo ficticio de titulares, fotografías y columnas periodísticas que no era más que una ilusión, un divertimento, porque la verdadera realidad no era otra aquel tramo de avenida en el que las noches eran naranjas y el tiempo no dejaba de pasar.
Texto de David Barreiro
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