Bajo el sol diagonal

Foto de Olaya Pazos
No recuerda ya el repiqueteo de la lluvia contra la ventana del salón ni el olor del asfalto mojado ni tampoco lo que cenó la noche anterior. Todas las mañanas el mismo sol y las mismas penurias: el desayuno frugal, la batería de pastillas, el pasillo oscuro que atraviesa como una esclusa, el aparador del vestíbulo con fotos de otro tiempo, ese olor a mediodía vecinal en el rellano.

El borsalino marrón bien calado le protege de la luz del invierno, del sol diagonal, metálico, y también de las miradas ajenas, del ajetreo de la muchedumbre que va de acá para allá, siempre con prisa, siempre de paso, no como él que naufragó aquí, en el centro de una ciudad llamada Madrid, una isla de ladrillos y acacias, de tascas y hormigón, ese lugar al que vino para quedarse un mes que duró cuarenta años y en el que conoció a una mujer que ya no está, que tan solo le dejó y que le dejó, tan sólo, los rescoldos de su aroma en el armario.

Ya no conoce a nadie en la calle y pasa por las pintarrejeadas persianas de los sitios que un día frecuentó y que han echado el cierre a la espera de tiempos mejores. Tiempos mejores, dice, y se ríe recordando el vino, las rosas, la juventud, la vida. Ha merecido la pena, piensa, antes de entrar, como cada mañana, en la farmacia.

Texto de David Barreiro

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