Días grises

Foto de Olaya Pazos
Resulta sorprendente cómo el tiempo no se ha conformado con devastar de la memoria cada detalle de aquel viaje –el olor de la maleta, el cansancio, los sonidos, la sonrisa de mamá– sino que ha tenido que borrar también los colores dejando únicamente en mi recuerdo un universo de distintos matices de gris: el gris oscuro de mi abrigo, el gris estriado y desvahído del suelo de aquel parque al que nunca regresé, el gris del cielo, el gris marengo salpicado de lunares de nuestros gorros. 

Marta, siempre tan inquieta, sale borrosa en la imagen, como si tratara de escapar, y pienso, cuarenta años después, ahora que mi hermana ya no está y no puede tocar este papel brillante ni derretir con la yemas de sus deditos blancos las sales de plata que el tiempo trata de devorar, que la fotografía que papá nos sacó aquel último día del viaje refleja mejor que ninguna otra cosa lo que fuimos: ella alguien que quería huir, alejarse, partir, que deseaba subirse a un mundo vertiginoso mientras yo, tan adusta y seria, permanecía inmóvil a su lado tratando de ser esa mujer mayor en la que el tiempo me ha convertido. 

Sé que para algunos mi hermana vivió muy poco, creen que su tren descarriló demasiado pronto, pero tengo la sensación de que su tiempo fue suficiente, que nunca necesitó estar aquí tanto como yo, atrapada en esta rutina lacerante, protagonista de estos días grises como aquellos, tan iguales, que se marchitan sin más incentivo que recordar lo que la vida pudo haber sido y nunca fue, sin otro interés que llegar a casa cada tarde y soñar el pasado mientras miro esta vieja fotografía. 

Texto de David Barreiro

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