Foto de Olaya Pazos |
Mi madre solía
sentarse ante la ventana de madera blanca de la cocina y, dejando el vaho de
sus palabras sobre el cristal, trataba de adivinar lo que encerraba la
espesura, los árboles, arbustos y matorrales recortados en aquellos días grises
de mi infancia.
La niebla se
quedaba atrapada entre el circo de montañas durante todo el verano como un sueño recurrente y mi madre
achicaba los ojos intentando entrever más allá de la bruma la figura de mi
padre que se había marchado un martes cualquiera algunos años atrás para no
volver.
Desde aquella
ventana la niebla era una mullida cama de oxígeno e hidrógeno en la que creía
poder tumbarme a soñar otros mundos, pero en cuanto salía y recorría el sendero
que llevaba hasta el bosque no hallaba más que la opresiva sensación de un
cielo bajo que me empapaba de su grisalla, que me impelía a regresar a casa a
cuidar de la nostalgia de mi madre como ella cuidaba de mí a base de fabes y
besos, de caricias y paños húmedos aquellas madrugadas en las que la fiebre alborotaba la rutina.
Un buen día fueron
mi madre y su melancolía las que enfermaron y se diluyeron entre la niebla y
fue entonces cuando, como había hecho mi padre mucho tiempo atrás, salí de aquella
casa, atravesé el bosque y salí al campo abierto de la madurez, allí donde ya no
te protegen los arrumacos maternos ni la calima, sino que pasas los días y las
noches a la intemperie, en un inhóspito lugar que ni tan siguiera imaginábamos
que existiera mi madre y yo cuando observábamos la trama de mundo que nos
correspondía, nuestro mundo, a través de la ventana de madera blanca de la cocina.
Texto de David Barreiro
Trago saliva una vez más. Precioso
ResponderEliminarGracias Bea (una vez más).
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