© Olaya Pazos |
– Parece el fin del mundo.
La niebla se posaba sobre la carretera con la calma y persistencia que anochece en verano y tú conducías a más velocidad de la debida dibujando dos roderas sinuosas en el asfalto, huellas secas y pasajeras que pronto la bruma borraría.
Se acabó la última canción y el disco comenzó de nuevo pero ninguno hizo ademán de cambiarlo para evitar un solo instante de silencio. Tú clavabas la mirada en la línea blanca intermitente y yo en los árboles que se vencían sobre la carretera, la espesura que ocultaba las entrañas de unos montes que me habían visto irme muchos años atrás.
Pronto anochecería y el valle se hundiría en la misma oscuridad en la que desde hacía tanto tiempo habitábamos, ese territorio de ruido y urgencia de la ciudad en el que nunca disponíamos del tiempo suficiente para encontrarnos. Esa cosa llamada vida, tan chapucera, que me había arrinconado en un lóbrego lugar desde el que, sin mirarte, respondí:
– No lo parece, lo es.
Y me arrellané en el asiento, posé la cabeza en la ventanilla y cerré los ojos para que el sueño me hiciera olvidar el fin de nuestro mundo.