La luz quebradiza

Fotografía de Olaya Pazos
Como si quisieran prepararnos para la llegada de la noche, como si intentaran protegernos de una oscuridad aún inexistente, las farolas se encendían al caer la tarde y, como perlas en lóbulos de una mujer hermosa, brillaban y se multiplicaban en el cristal a través del que observaba la niebla descender y tapar los árboles, esos pinos tan verdes que parecían irreales, como las maquetas que mi padre, en sus viajes de trabajo, me traía de lugares remotos. En el suelo de la sala de estar intentaba reproducir con casitas de plástico, vías de tren metálicas y hombrecillos de cartón la realidad que veía a través del cristal, la vida tranquila del pueblo en el que tan solo pasaba, sin detenerse, el mercancías lleno de humo, ruido y progreso, rumbo a la ciudad. El único movimiento que recuerdo en el pueblo era el balanceo chirriante de la mecedora en la que, a mi lado, mi madre se sentaba a tejer y esperar por mi padre hasta que, ya de madrugada, llamaba por teléfono para decir que había habido una complicación y no podría volver a casa. Mi padre vivió siempre en la carretera y allí también murió, en una curva, una tarde de niebla en la que quiero pensar que las farolas ya encendidas lo arroparon antes de adentrarse en la oscuridad.

Texto de David Barreiro

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